Ahí está el tren

Esta columna fue publicada a partir del 30 de noviembre de 2017 en la sección ‘Pan y vino’ de la revista digital El Reverso, en la que el periodista Samuel Ruiz escribió durante un año.

No he comprobado lo que pesa una mochila escolar. Hace mucho que no las uso. Y lo hago adhiriéndome al principio darwiniano de evolucionar o morir. Soy un romántico –de los que huelen libros y no compra flores–, pero estoy convencido de que ser infiel al libro físico para probar los labios los nuevos formatos digitales no cuenta como cuernos. No tengo conocimiento matemático del valor en kilogramos de una mochila de un niño de diez años, pero la observación me conduce a formular la siguiente ecuación: x=b2, siendo x la mochila del sujeto chapado. La espalda no engaña.

Cerca de 140 millones de euros se gastó la Junta de Andalucía hace diez años en un ordenador portátil para cada alumno. Una cifra in crescendo con el paso de los años –y los fracasos electorales a nivel nacional– con la implantación de pantallas digitales, proyectores y un sinfín de recursos firmados donde más les gusta. En su discurso.

«Apostamos por la innovación y el desarrollo”, manifestó ante las
cámaras.

Sublime atraso. Porque desde que vomitar en el examen, subrayar lo más importante previo dictado de la ‘seño’ de turno o el “desde qué página hasta dónde entra”, la comprensión ha sido sustituida por la aceptación. Las nuevas tecnologías nos abren la ventana a modernas fórmulas de debate de las que huimos por comodidad. Ya lo decía el profesor Serrano Oceja: “El progreso no es potenciado por lo que los seres humanos piensan, sino por lo que les ahorra pensar”.

El cambio tecnológico hace años que nos pasó por encima. Es normal que este compita con un mejor motor que el cambio social, pero este último ni siquiera tiene aún su combustible: el sujeto histórico. Se antoja complicado conjugar un cambio social sólo con el eslabón tecnológico. Se necesita una base social y aún no estamos dispuestos a construirla. Nos llenamos la boca con la importancia de la tecnología, pero aún nos da miedo saltar más a allá. Incertidumbre.

Hace 11 años yo llevaba esa mochila. Con el mismo peso y con el mismo dolor de espalda. Ya existían las pizarras digitales, pero mejor hacíamos un dictado. El lápiz y el cuaderno eran los elementos tecnodidáctidos. Hagamos fuego con piedra y paja. Aceptamos que nuestro conocimiento iba a estar construido sobre la confianza y la delegación. Lejos del debate y de la construcción grupal. La última vez, me pasó en selectividad:

«Esto es lo que tenéis que escribir si os cae Platón”, dijo mientras repartía dos hojas grabadas.

Sí, era una clase de filosofía. La que intenta imponerse. Sublime atraso.

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