Si bebes, no conduzca. Excepto que te llames José María. Entonces, quién te va a decir a ti lo que tienes que hacer. Cuestión de perspectiva. Aún confío en que la madurez se alcanza con ella. Yo por eso llevo gafas desde que inauguré mi peinado militar. Desde entonces, siempre hemos ido de la mano. Por la mañana, procuro buscarlas antes de levantar la taza. No vaya a ser lo que sea. Digo en el baño, que el café lo dejé. O me dejó él a mi como siempre hacen. No me acuerdo. El caso es que me entran ganas de quitarme las gafas y dejar de ver. Decía mi abuelo que ¿para qué? pa’ lo que hay que ver… A lo que fácilmente le podría añadir Manuel Alcántar aquello del “to’ pa’ qué, to’ pa’ na.” Dos maestros. A veces, de los titulados he aprendido menos. No entendía cómo por defenderme cuando me tiraban el bocadillo en el recreo también terminaba castigado. Sin comida y en el rincón. Como cuando Sergio Ramos te machaca y vas a leerle la cartilla. Cartulina amarilla compartida. Qué perdida está la perspectiva del oprimido y el opresor. Parece que el primero tienes más responsabilidad que el segundo. Hombre, que iba bebido el sujeto. Y eso es atenuante hasta que se le puede exprimir dinero. En la conducción. Bien visto ahí. Igual que se ve venir cuando tomas la primera copa. Si sabes cómo me pongo, para qué me invitas. Agravante por la conciencia de querer no ser consciente. Como aquellos que me pegaron en el pueblo gaditano ese de los bares en la piedra. Con suerte, me rompieron las gafas de una patada. Así, pude dejar de ver. Mejor para mi conciencia, que cada vez le duele más el vandalismo que está volviendo a nuestras calles. Corazón que no ve, corazón que no siente. Y la culpa tuya por no defenderte, por no bajarte la falda o por no cerrar la ventana. ¡Así te van a entrar a robar! ¿Para cuándo un discurso para el opresor? Al final, no seremos tan maduros. Cuestión de perspectiva.