Juan Antonio recauda dinero para la asociación Edukaolack, que custodia un centro juvenil en Sibassor donde ofrecen educación y alimento a 70 niños
Otra vez. Hoy dormirá en un hotel, pero ha tenido que montar su tienda de campaña. La prefiere. Otra vez. La habitación está repleta de mosquitos y la almohada, amarillenta. Juan Antonio acaba de llegar a Bir Gandouz, en la frontera del Sahara Occidental con Mauritania. Termina una etapa de 160 kilómetros en la que no había nada. Con suerte, guarda en su mochila comida para una semana. Latas, pasta y bollería y café soluble para el desayuno. Dice que en casa estaría mejor, pero “esa gana que tiene tu cuerpo de no salir de la zona de confort es lo que hay que sobrepasar”. Lo hace por 70 niños senegaleses.
A Juan Antonio (44 años) le suele dar el viento de cola. Excepto hoy. Hoy, el de norte a sur ha desaparecido y le ha dado en la cara. Por eso sale de madrugada: “Subo a la bici a las siete y hasta que amanece no hay viento”, asegura. Le quedan menos de 400 kilómetros para llegar a Sibassor (Senegal). Allí le espera la asociación de su amigo Aziz, un adulto senegalés cuya infancia quedó marcada por el cierre de un colegio de la Alianza Francesa. “Cuando se van los franceses de Senegal, este centro se abandona, y este chico, como en Lo que el viento se llevó, se jura a sí mismo que cuando sea rico y mayor hará un centro para los niños de allí”, describe Juan Antonio.
Aziz, ya en la treintena, no es rico, pero cuando volvió a Senegal después de nueve años fuera de su país trajo enriquecida su mirada. “Me he dado cuenta de que a los niños de mi pueblo les falta algo que les haga sonreír, que les ayude a estudiar, que los saque de la calle. Me he dado cuenta de que las niñas abandonan sus estudios demasiado pronto para ocuparse del hogar o casarse. Me he dado cuenta de que los niños dejan de ser niños demasiado pronto”, escribe Aziz en la carta fundacional de la asociación Edukaolack, que construyó un centro juvenil en Sibassor en 2014 y para la que ahora recauda dinero Juan Antonio cruzando de Murcia a Senegal en bicicleta.
“¿Qué hago yo aquí?»
Un euro por cada kilómetro. A través de su proyecto senegalapedal.org, Juan Antonio pretende recaudar mínimo 4.000 euros, que corresponden con la distancia que pretende completar. El centro juvenil, que también ayudó a construir en 2014, ahora es una guardaría donde atienden a 70 niños de una edad comprendida entre los 4 y los 6 años. “Allí estudian inglés, francés y también reciben una merienda”, relata el ciclista, cuya profesión es reparar bicicletas en Murcia en su propio taller. Además, asegura, es un tiempo indispensable para que los padres puedan hacer sus tareas sin tener que desatender a sus hijos.
A Juan Antonio le quedan 319 kilómetros para llegar a su destino. Viaja con una bicicleta de acero con la que poder aguantar todo el peso que carga: agua, comida y la tienda de campaña. Habitual en el uso de la bicicleta como medio de transporte, insiste en que para este tipo de viajes el entrenamiento es más mental que físico: “En este viaje te llueve, te hace viento, te mojas los pies… Te dices: ¿qué hago yo aquí? Entonces es más un entrenamiento mental. Tener la fuerza mental. Conocerse a sí mismo y saber que esos pensamientos te van a venir y conseguir que no te dominen”, recuerda con la voz entrecortada. Hay poca cobertura en Bir Gandouz.
Una ducha con tres litros de agua
La policía ya le ha llamado. Le siguen, saben dónde está y le facilitan la marcha. Continuamente bromea sobre posibles secuestros, pero asegura que esa situación está muy lejos de la realidad. “La gente es muy servicial y tengo sensación de seguridad. Quizás también porque sea hombre y europeo, igual para una mujer no es tan simple esto”, reflexiona. No lleva mapas. Sólo un smartphone que carga con una batería solar. En él, con una conexión a internet, observa la ruta y busca en varias aplicaciones alojamientos o zonas en las que acampar.
Mañana volverá a despertarse a las seis de la mañana. Desenganchará el cable de acero con el que protege la bicicleta de posibles robos y se tomará un profiláctico para la malaria. No necesita vacunas. Luego, comenzará a pedalear y pondrá en práctica eso de separar la cabeza del cuerpo para no sentir dolor. Con suerte, llegará a otra ciudad. Si no, dormirá a la intemperie. Solo. Como viaja. Con su bicicleta y tres litros de agua. Suficientes, dice, para una ducha. En algo más de una semana cumplirá el recorrido. Volverá al poblado senegalés en el que ayudó a construir un centro juvenil. Mañana, el viento le llevará de nuevo a Sibassor.